SINOPSIS
Durante la Nochebuena de 1945, abrumado por la repentina desaparición de una importante cantidad de dinero, George Bailey (James Stewart), banquero de la pequeña localidad de Bedford Falls, toma la decisión de suicidarse. En el último momento, Clarence (Henry Travers), un viejo ángel que aún no ha conseguido sus alas, le hace recapacitar sobre el verdadero sentido de la vida.
Hay películas cuya resonancia, derivada de un simbolismo que les hace trascender el mensaje que emana de los términos estrictos de su narración, alcanza un nivel mucho más alto del que cabría esperar de sus meros valores fílmicos, ya sean éstos materiales o formales; y, en algunos ca-sos, con la particularidad de que dicha trascendencia se va acrecentando con el paso de los años, hasta el punto de que tales películas terminan alcanzando la categoría de auténticos iconos populares. Creo no equivocarme incluyendo "¡Qué bello es vivir!" en esta calificación, aun cuando su presencia y repercusión se hayan ido atemperando y moderando en estos últimos tiempos –no se preocupen, esto se arreglará con motivo de la revitalización comer-cial a que pueda dar lugar cualquier aniversario o circunstancia similar–, y quizá tenga algo que ver en ello el hecho de que estos tiempos no sean, precisamente, muy propicios para ciertos mensajes que de este film se desprenden.
Y es que "¡Qué bello es vivir!" –y, en tal sentido, ni su título original ni el que ostenta en su distribución española contienen el más mínimo ápice de engaño o despiste– es una auténtica oda a la bondad, a la supremacía de los valores morales positivos en la definición de la condición de una persona, y, sustentada en tal tesitura, exhibe, sin la más mínima ambigüedad, un retrato del mundo y sus gentes en el que no hay cabida alguna para mati-ces éticos o espirituales que puedan enturbiar su mensaje de fon-do: ahí radican todas sus miserias y grandezas, al menos desde el punto de vista temático.
Porque desde el punto de vista formal, o narrativo, el film de Capra muestra una solidez y hechuras sobre cuya consistencia quizá no haya prueba más concluyente que la de contemplar, pasados casi sesenta años desde su estreno, y habiendo sido objeto de re-posiciones casi permanentes, tanto en la pantalla grande como en la pequeña, que no ha perdido ni un átomo de su frescura ni un pa-so de su ritmo: la película se contempla, se absorbe en un suspiro, y bien podría exhibirse como una muestra señera de una maestría en el ámbito del narrar cinematográfico que, hoy día, se hace cada vez más difícil de encontrar: es la maestría de la “mano invisible”, de ese trabajo del director cuya brillantez radica en que no hay forma de apreciar dónde están los rasgos “autorales” porque, sencillamente, no existen (ni se pretenden...).
En cuanto a las harinas temáticas, éstas sí que son de otro costal. No es muy trabajoso entender que, tras la devastadora experiencia de la segunda gran guerra, el público americano no estaba muy predispuesto a recibir historias de excesiva complejidad en cuanto al retrato de la condición humana que las mismas pudieran plantear, y, en ese aspecto, el film de Capra constituía un auténtico bálsamo que, como tal, fue multitudinariamente (y muy bien) recibido.
Pero el retrato de ese George Bailey, encarnado con una naturalidad inconmensurable por un genial James Stewart (que labró con este papel buena parte de su prestigio como uno de los más grandes inmortales del firmamento hollywoodiense), está trazado con tan férrea linealidad y con tan nulas concesiones al más mínimo desvío de la recta vía, que se hace difícilmente creíble, tal es su cúmulo de bondad y mansedumbre; más aún cuando no estamos ante una bondad ineludible, o necesaria, determinada por la condición de carácter de su poseedor, ya que Bailey no es un pánfilo o un tontorrón, sino que es bueno porque así lo ha decidido, como opción moral: George Bailey tiene preparación, carácter y ambición, es de-cir, los mismos atributos y valía que podrían haberle convertido (de hecho, eso hubiera sido lo previsibe, lo esperable) en otro Potter (su opositor y contrincante, un personaje cuya caracterización, física y emocional, le acerca más al prototipo del villano de historia de superhéroes que al del “malo del drama”), pero no escoge ese camino, y, llegado a cada una de sus encrucijadas vitales, Bailey siempre opta por el sacrificio personal y la renuncia a sus aspiraciones, en beneficio de aquellos que le rodean. Son ese altruismo y ese desprendimiento atributos que difícilmente casan con la escala de valores imperante a día de hoy, en la que la primacía de un individualismo a ultranza hacen que una figura como la de George Bailey pueda ser más bien tachada de ingenua que de bondadosa. No es un problema de envejecimiento del mensaje o de la tipología de los personajes: es que los tiempos que corren son como son.
En cualquier caso, se trata de un desajuste (por denominarlo de alguna forma) que no empaña ni ensombrece la valía de esta enorme película, y que, por tanto, dejan intacta su valoración actual: la carcoma de los años lo va a tener muy difícil para hacer mella en este cuento (tenido por muchos como navideño, cuando de tal apenas si apunta la circunstancia meramente coyuntural de situar el acontecimiento desencadenante de su desenlace en la víspera de la Nochebuena: podría haber sido situado en cualquier otra fecha sin merma de la efectividad de su moraleja), al que, más allá de cuan identificado se pueda sentir cada cual con la naturaleza y carácter de su seráfico protagonista –que ése, y no otro, es el eje sobre el cual gira y en el cual se sustenta todo su armazón argumental–, no se le puede negar una calidad cinematográfica notable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario